De ser capaz

De ser capaz de ver la belleza en la vida de los demás, sin desear que sea la nuestra.
Nos puede gustar la voz de alguien, la música que crea, la capacidad analítica que tiene y el trabajo que realiza con ella, su belleza física, la forma de sus piernas, la amabilidad de sus acciones y la relación de pareja que tiene. Pero se nos olvida que, como seres humanos, somos mucho más complejos que todo eso que podemos ver desde afuera, eso que dejamos que los demás vean.
Todos lidiamos con sombras y fantasmas en la mente, en la vida. Todos tenemos también dones y belleza propios que nos fueron dados. Es por eso que se dice que ya somos perfectos. Pero nos cuesta creerlo y asimilarlo, porque pensamos que estamos incompletos por no tener lo que otros tienen, lo que otros dicen que deberíamos tener, por no tener el éxito que otros tienen o consideran como éxito, así vivimos la vida tratando de satisfacer las expectativas de otros, mientras nos decimos constantemente que no somos suficiente, que no merecemos estar en paz; que nos falta mucho por arreglar, mejorar, alcanzar. Hemos convertido el proceso de crecimiento en la vida en un peso, porque no crecemos desde el amor y la gratitud del ahora, aprovechando lo que tenemos para conseguir lo que queremos, sino despreciando y odiando lo que somos mientras tratamos de vivir en un futuro que aún no existe, una realidad y una concepción de la vida que no nos hacen felices porque no son nuestras. Vivimos confundidos, llenos de dolor y de tristeza, incapaces de amarnos, incapaces de amar, con miedo de la gente, de la sociedad, de la posibilidad de que puedan ver “nuestros defectos”, de que nos hagan daño, de hacer daño a otros. Ya no confiamos. No confiamos en nosotros, no confiamos en los demás, vivimos en miedo de perder, de soltar, de que lo que tenemos se nos vaya y ¡odiamos lo que nos es dado!
Qué vida complicada nos hemos creado, no queremos soltar las cosas que nos contamos que odiamos y esperamos a perderlas para valorarlas y empezar a luchar por conseguir lo que antes teníamos y no queríamos. Convertimos la vida en una carrera incesante contra nosotros mismos, en una lucha contra un mundo que está cansado de luchar, pero siempre dispuesto a hacerlo. La vida no es un campo de batalla, pero qué difícil se nos hace creer en el amor y en la perfección de ser, que difícil es levantarnos en la mañana y decirnos que nos amamos como somos, agradecernos, desde el corazón, por lo que somos, enamorarnos de nosotros mismos y querer cuidarnos.
No debería ser tan difícil actuar desde el amor con los demás, no tener miedo porque tenemos la certeza de que la vida nos bendice, que estamos protegidos, que nadie es maldad en esencia y que cada evento en la vida es neutro, una oportunidad para convertirlo en lo que queramos. Que no tenemos que elegir siempre el duelo, la culpa, el resentimiento, el enojo, la agresión, la ofensa o la defensa. Que hay más opciones: soltar para recibir, vivir para compartir, tocar para empatizar, ver para admirar, visitar para bailar, escuchar para sonreír.
Qué acostumbrados estamos a vivir en guerra, qué acostumbrados estamos al dolor y al sufrimiento, a la lucha y al duelo. Qué separados estamos del amor y que desconocido nos es, que ya ni siquiera sabemos ponerlo en palabras a pesar de usar las palabras para todo y buscar formas infinitas de comunicarnos; ya no sabemos definir el amor. Ya no sabemos vivir el amor.

El duelo y la tristeza son necesarios, como lo son el enojo y el miedo, pero no son lo único y vivir en ellos no es vivir. Si les dijera que siempre podemos elegir, ¿elegirían más amor?

Por Ernesto Cabalceta

 

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